Octava exposición pictórica virtual: «Paisaje de Paradojas» del artista Israel Nazario.
Israel Nazario
Israel Nazario sabe, como Ítalo Calvino, que una parte fundamental de su obra consiste en “quitar peso” a la estructura, en simplificar o editar su trabajo, pues intuye que igualmente puede explorar las inacabables posibilidades de expresión con sólo un par de elementos que sumergido en la más absoluta complejidad. Por eso –y porque se considera incapaz de más– se limita a tomar un punto, un árbol, y perderlo, con toda la gracia y contundencia que le sea posible, sobre el espacio limitado del lienzo blanco. En este sentido es un especialista: lleva años realizando este ejercicio de apariencia sencilla, explorando las facultades ocultas de la misma frugal combinación de elementos, “construyendo” lienzos con solo un par de componentes para estudiar, con ello, las posibilidades de extrapolar el erotismo a una imagen no erótica como lo es un árbol.
No importa que el árbol sea a la vez falo y matriz, un símbolo doble con cargas sexuales complementarias, opuestas: en las pinturas de Israel Nazario es deliberadamente femenino, quizás (sin que el autor deba saberlo) por que en variadas culturas se asemeja a los árboles frutales con mujeres fecundas y en tribus de todas direcciones se supone a éstos como nuestros antepasados míticos. Los yakutas, por ejemplo, hablan de un árbol majestuoso ubicado en el ombligo del mundo. Se trata de uno cuya cima atraviesa el cielo, por cuyas ramas corre un líquido divino, que se encuentra en la Tierra desde tiempos remotísimos, previos a nuestra especie. Cuando el primer hombre por fin existió, se acercó al árbol severo para descubrir que en su tronco tenía una cavidad donde se admiraba, hasta la cintura, la figura de una mujer desnuda: desde entonces estamos emparentados.

Descendemos de los árboles, sea porque mitologías diversísimas así lo suponen o porque de ellos bajamos cuando adquirimos verticalidad, cuando nos volvimos humanos.
Quizá Israel Nazario no busque tocar –por lo menos no conscientemente– esta gama inmensa de significación, pero lo hace incluso a pesar suyo. Seguramente esto ocurre pues existe cierta univocidad de los símbolos, cierto consenso entre lo que cada objeto de la realidad puede o no representar por el solo hecho de ser lo que es.
Árbol es mujer, cosa cierta alrededor del globo, pero Nazario no deriva de ello una madre cariñosa sino una amante vehemente. Nuestro autor pertenece al clan de los yakutas: él ha sido seducido como éstos, también ha visto una mujer desnuda en la comisura de algún tronco o en el parecido innegable que algunos de estos tienen con el pubis de la hembra humana. Y no sólo allí: así en las colinas, en los valles, en las fosas. En otras palabras: en las formas.
Desde luego que la labor de Israel Nazario no consiste simplemente en emular paisajes broncos que claman por una civilización elegante y estética. Allí están, para probarlo, sus vistas aéreas, que más que paisajes parecen abstractos, y los abstractos pretenden más que representar fidedignamente la realidad: ambicionan que la esencia de las formas hable por sí sola, desprovista de un tema que sólo funja como pretexto o pre-lienzo para solucionar los retos de la técnica, de la expresión. Un abstracto intenta espulgar las formas primigenias de la imagen para hacer una metáfora de cierto tema utilizando sólo los componentes mínimos, adecuados.
Así Nazario: en su aparente rendición –pintar paisajes– se oculta un gesto revolucionario: cargar los atributos de algo en otra cosa, mudar el significado de significante, trasladar un valor a cierto objeto, aprovechar las similitudes, develar los universales. ¿Qué sentido tendría, si el arte es representación de la realidad, ver “negro” y decir “negro”? ¿Qué valor poseería la obra literal, aquella que no aporta ningún atributo a la realidad misma? Israel Nazario tiene fe en que, cuando menos en pintura, para llegar al blanco la flecha no debe ir cierta hasta él, sino que debe pasearse por el bosque antes de arremeter contra el objetivo.
Jorge Degetau
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